En la prehistoria, antes que los hombres aprendieran a cosechar, el tamaño de un pueblo estaba limitado por la capacidad portante del territorio que ocupaban: los vegetales que podían recolectar, los animales que podían cazar o la población que podía albergar. En la medida que los pueblos crecían, debían irse separando para abarcar distintos territorios. No por ello perdían el contacto con los demás pueblos de su tribu o clan. Al menos anualmente, los pueblos se congregaban. En la primavera comenzaba la recolección de los frutos más tempranos y la caza de animales con algo comestible entre la piel y los huesos. Con ello la tribu recuperaba las fuerzas perdidas durante la escasez invernal y podía acopiar algo de provisiones para emprender el camino.

Las reuniones permitían que los clanes mantuvieran una identidad común. A veces un pueblo era atacado y podía recurrir a sus primos para ayuda. Un consejo de ancianos que mantuvieran una autoridad inter-clanes era una sabia manera de resolver disputas entre pueblos. En ocasiones un incendio devastaba el territorio de un pueblo y debían acudir a la ayuda de sus parientes para subsistir. De carecer de esta unidad (como muchas veces pasaba) la opción era morirse de hambre o morirse peleando por la comida del otro.

Además era la oportunidad en que los jóvenes buscaban pareja. Las villas eran muy reducidas para asegurar la suficiente variedad genética. Las reuniones anuales aseguraban la mezcla de líneas genéticas diversas. No es algo que hicieran concientemente, los pueblos que no lo hicieron así, se extinguieron y no sabemos de ellos. Es de suponer que, entonces como ahora, un o una joven de otro pueblo debía ser más atractiva que el/la que viste todos los días desde niños.

Estas reuniones requerían bastante logística. Debían hacerse una vez recuperadas las fuerzas, pero antes de comenzar la recolección intensiva y preparación de las reservas para pasar el invierno. Las lluvias de primavera o el deshielo debieran haber terminado o menguado, para que los caminos fueran transitables y los ríos seguros de vadear. Debían preverse varios días de viaje de niños y ancianos, con sus necesarias provisiones y sus pertenencias y todos los percances que podrían acontecer en los caminos a recorrer.

Habitualmente, las provisiones debían ser suficientes para todo el festival. No bastaba con ofrendas simbólicas o regalos formales a los anfitriones. Si toda una tribu se alimentara del territorio de un sólo pueblo, lo devastarían y comprometerían la subsistencia del pueblo anfitrión.

La fecha, por todo ello, solía ser hacia el final de la primavera o principios del verano, y cuándo mejor que en luna llena.

La luna llena tiene ahora para nosotros una cierta connotación mágica que, en gran parte, se remonta a aquella época. Sin embargo, para aquellos pueblos prehistóricos, no era sino una cuestión eminentemente práctica. En los territorios que ocupaban habitualmente, había un cierto equilibrio entre los varios predadores, el hombre incluido, que les brindaba relativa seguridad. Al tener que viajar, debían cruzar territorios que posiblemente serían de otros animales, especialmente lobos, coyotes y felinos. ¿Quién se habría atrevido a viajar por territorios sino desconocidos, al menos inciertos, sin luz de luna?

Así pues, es cierto, las reuniones anuales se realizaban en plena luna llena, para disponer de la luna creciente para llegar, y la menguante para volver. Y, de alguna manera, las reuniones estaban asociadas con la fertilidad, la de la propia tribu, al aparear sus jóvenes.

Con el tiempo nos hemos ido desvinculando de todos estos fenómenos que eran cosa corriente para nuestros ancestros, y nos hemos quedado con retazos desconectados del conjunto. La luna llena, una necesidad tan trivial para ellos, ha cobrado una significación que no tenía en aquella época.